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Era un día cualquiera en la oficina de Justi, el Mítico Corrector Justiciero. Olía a café recién hecho, las tildes estaban en su sitio y los adverbios de modo buscaban un equilibrio casi siempre huidizo.

Hasta que llegó ÉL.

Lo llamaremos… Cincuentauron Señoróldemort. El que no debe ser nombrado.

Era educado, aunque de trato algo condescendiente, y desconocía por completo lo que implica corregir un texto. Había escrito un libro. «No creo que necesite mucho», dijo. «Solo quiero que alguien le eche un vistazo». Primera señal de alarma (eso que ahora llaman red flag): cuando alguien cree que su texto solo necesita un «vistazo», la cosa no suele acabar bien.

Justi, con su legendaria paciencia y la imprescindible cautela de quien se las ve venir, le pidió que mandara una muestra del manuscrito. A los cinco minutos de lectura ya tenía muy claro que con un «vistazo» no tenía ni para empezar: el texto estaba plagado de subordinadas interminables, signos de puntuación colocados de forma errática y verbos que, más que conjugarse, pedían auxilio a los dioses de la coherencia.

Justi hizo sus cálculos: extensión total, nivel de intervención necesario y plazo estimado. Redactó un presupuesto sensato y profesional. Lo envió.

Y entonces… ocurrió.

El mensaje asestó un latigazo al alma de nuestro supercorrector:

«¿CÓMO? ¿TANTO? Yo pensaba que esto me costaría… no sé… unos 50 euros».

Justi se pasó la mano por la frente con resignación. Era más o menos habitual que algunos clientes potenciales reaccionaran con estupor cuando abrían el presupuesto, pero eso no lo hacía menos agotador. Así que, con la ironía bien afilada y la dignidad gremial como bandera, tuvo con él la siguiente conversación:

C.: Bueno, es que no entiendo por qué quieres cobrarme tanto, si solo tienes que leer, ¿no?
Justi: Esto es como llevar el coche al taller: solo hay que apretar un par de tornillos, ¿no?
C.: ¡Pero corregir no es escribir!
Justi: Ni afilar cuchillos es cocinar, pero sin filo no hay receta.
C.: Yo pensaba que por 50 euros me lo dejabas listo.
Justi: Todos tenemos un concepto distinto de lo que es una valoración justa. El mío incluye tiempo, experiencia y resultados.

A continuación, Justi le explicó lo siguiente, con su habitual temple:

  • Corregir un texto no es «echarle un vistazo» y listo.
    Es pulirlo, mimarlo, captar la intención del autor y hacer que suene como lo que de verdad quiso decir. Y, además, hay distintos tipos de corrección.
  • Corregir lleva tiempo.
    Cada página supone varios minutos de lectura atenta, reflexión, comparación y búsqueda de soluciones. No es «leer un ratito»: es hacer microcirugía verbal.
  • Corregir requiere formación.
    Corregir es diferenciar «sino» de «si no», puntuar adecuadamente y detectar los leísmos (entre otras muchas cosas). Y aplicar todo eso con tacto, sin borrar la voz del autor.
  • Corregir es invisible cuando se hace bien.
    Por eso algunos tienen la impresión de que los correctores no hacemos mucho. Sin embargo, cuando una corrección está bien hecha, apenas se nota: después de ella el texto es claro y se lee con fluidez.

¿Y cuánto vale todo eso?

Lo justo.
Lo que corresponde a una tarea profesional que mejora tu obra, te ahorra disgustos y te hace quedar bien.
Y no, no son 50 euros (o al menos no por 525 000 matrices).

Justi dejó caer una última frase:

«La corrección tiene un precio. Comprender por qué cuesta lo que cuesta, qué la hace imprescindible y cuánto mejora tu texto… eso ya es más complicado, por lo que se ve».

Y pulsó «Enviar» con la dignidad de quien no rebaja ni una tilde.

Aquella corrección, como era de esperar, no salió adelante. Pero llegaron otras de mano de clientes que sí saben que la calidad hay que pagarla.

Porque, aunque algunos no lo entiendan a la primera lectura, defender el valor de nuestro trabajo también forma parte del trabajo.

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