La socia de UniCo Amelia Padilla entrevista a Ramón Alemán, cuya trayectoria y experiencia ilustran algunos de los caminos para forjarse como corrector profesional.

Con una trayectoria que va desde el periodismo hasta la corrección, destaca por haber conseguido crear una marca propia reconocida a ambos lados del Atlántico: Lavadora de textos. A ello se suma la publicación de dos libros, un blog, un servicio de asesoramiento lingüístico, una presencia en las redes sociales muy activa, un programa de radio…

 

¿Qué caminos te condujeron desde el periodismo y la redacción a la corrección de textos?, ¿y quién o qué te llevó a ejercer como corrector?

Pues verás, en realidad yo no estudié Periodismo: estudié Bellas Artes, aunque a los cuatro años de entrar en la facultad ya había perdido la poca vocación con la que me matriculé. Allí tuve una profesora de Historia del Arte que me dijo claramente que dejara los pinceles y me dedicara a escribir. Poco después —en 1991— empecé a trabajar como colaborador en el periódico La Gaceta de Canarias, que era un poco anárquico. Un buen día, el director comentó que hacía falta gente para el cierre; todos disimulamos, mirando hacia el techo, y él entonces mandó que se hiciera por orden alfabético, de tal manera que me tocó el primero.

Yo no tenía ni idea de qué era aquello del cierre, pero cuando lo supe me quedé fascinado; trabajaba de noche (¡sin jefes!) y lo que tenía que hacer era algo que me parecía maravilloso: corregir titulares, quitar o añadir una palabra para que los textos encajaran en las maquetas (se trabajaba con textos que se exportaban de WordPerfect a PageMaker… ¡Imagínate!), y todo ello en un ambiente íntimo y muy amistoso. A partir de entonces pedí hacer el cierre siempre que hiciera falta, y de esa manera entré en contacto con el mundo de la corrección.

Aun así, seguí trabajando como periodista, y, años después, cuando se preparaba la salida del periódico La Opinión de Tenerife, algunos compañeros de La Gaceta sugirieron que, si hacía falta alguien para el nuevo departamento de corrección y cierre, me llamaran a mí. Y allí me planté: me pasé once años, en los que me dediqué exclusivamente a la corrección, aunque siempre que podía escribía alguna cosilla de ciencia, de cultura… También hice la segunda edición del manual de estilo de La Opinión, y recuerdo con mucha rabia que, en la entrada que le dediqué a la expresión motu proprio, algún listillo (no sé quién fue) se pensó que me había equivocado y lo cambió por motu propio… y así salió en el manual.

Un glorioso día de febrero de 2010 me despidieron de La Opinión de Tenerife, y mi hermana Verónica, mi socia y ángel de la guarda, me dijo que tenía que perfeccionarme como corrector y me mandó a Madrid, a Cálamo y Cran… Aquello cambió mi vida: aunque yo ya ejercía de corrector —o como periodista especializado en esa tarea—, tras pasar por Cálamo decidí que a partir de entonces sería única y exclusivamente corrector. Y así nació Lavadora de textos.

A partir de tu experiencia, ¿cuál crees que debería ser la formación básica de un corrector?, ¿qué aptitudes debe tener un corrector?

Un corrector debe poseer un dominio casi total de la ortografía española, un conocimiento bastante amplio de nuestra gramática y, sobre todo, tener formación humanística, no necesariamente adquirida en la universidad: debe ser lector, debe saber de historia, de música, de geografía, de política… Debe saber de todo un poco. Por ejemplo, no hace mucho acudí con el escritor Juan Cruz a impartir un taller a unos alumnos de Periodismo y resulta que apenas dos o tres habían leído a Julio Cortázar. Un corrector no puede permitirse algo así (bueno, un periodista tampoco). Eso en cuanto a las aptitudes; en cuanto a la actitud, por una parte, debe estar dispuesto a aprender constantemente y con humildad, y, por otra, debe ser tolerante, y aquí siempre pongo el ejemplo de la famosa tilde del adverbio solo. Como es natural, yo me opongo al uso de esa tilde, pero si un cliente al que le estoy corrigiendo un texto quiere ponerla, yo no soy quién para sentar cátedra sobre lo absurdo de ese acento y menos aún para prohibirle que lo use.

«Un corrector debe poseer un dominio casi total de la ortografía española, un conocimiento bastante amplio de nuestra gramática y, sobre todo, tener formación humanística».

Por último, debe ser apasionado hasta el frikismo: un corrector es un tipo que entra en una librería inmensa y, de entre todo lo que allí se le ofrece, se lleva el Libro de estilo del Marca, por ejemplo. Yo conozco a uno que le pasó eso…

 ¿Quién ha influido en ti como corrector?

Yo he tenido tres grandes influencias: Alfonso Ruiz, que fue mi profesor en Cálamo y Cran, me enseñó a ver la corrección como un oficio, con procedimientos, con orden, con facturas…; Alberto Gómez Font me enseñó que burlarse de un error ajeno no tiene nada de gracioso y, finalmente, José Martínez de Sousa me enseñó a ver más allá de la Academia y, de esa manera, me descubrió nombres como Rufino José Cuervo, Ángel Rosenblat…

«Yo he tenido tres grandes influencias: Alfonso Ruiz, Alberto Gómez Font y José Martínez de Sousa».

De Sousa recuerdo que cuando saqué mi primer libro, Lavadora de textos, me llamó a mi casa (yo no lo conocía personalmente) y me dijo: «Felicidades por tu libro; bueno, debería decir más bien que es mi libro, porque me nombras constantemente». En ese momento pensé que me iba a denunciar por plagio o algo así, pero nada más lejos de la realidad: estaba muy contento y me dio las gracias por esas citas, que, efectivamente, son constantes.

Con Sousa en Barcelona. 2012

¿Cómo surge la idea de crear Lavadora de textos?

Como te decía antes, el día en el que me despidieron de La Opinión de Tenerife fue glorioso, porque yo ya no quería seguir con aquella rutina y, además, me habían indemnizado generosamente, de tal manera que decidí tomarme una especie de año sabático. Me desplacé a Madrid para estudiar, pues mi hermana quería crear en su empresa de comunicación, Contextos, un servicio de corrección. Cuando volví a Tenerife después de hacer el primer curso, estaba entusiasmado y me propuse empezar a ofrecerme inmediatamente como corrector, para lo cual pensé en crear una web. Entonces, mi amigo Airam González me dijo: «Si quieres que te vean en Internet, crea un blog». Y le hice caso. El nombre se me ocurrió durante un sueño —suena muy romántico, pero es verdad—, y decidí que sería ese y no otro por lo que suponía de estrafalario. El blog, como había vaticinado mi amigo, fue de gran utilidad para promocionarme y enseguida comenzaron a llegar los trabajos. Además, también me sirvió para descubrir que dentro de mí había un gran anhelo por escribir, por compartir pequeñas creaciones con los demás; y la resolución de dudas que me planteaban los lectores me obligó a leer, a consultar todo tipo de obras para ser riguroso en las respuestas, lo cual me hizo crecer muchísimo como corrector en poco tiempo.

«El nombre Lavadora de textos se me ocurrió durante un sueño —suena muy romántico, pero es verdad—».

Has publicado ya dos libros. ¿Puedes explicarnos la génesis de estos dos libros, qué tienen en común, qué aporta cada uno de ellos, etc.? ¿Crees que ha habido una evolución profesional del primero al segundo? ¿En qué ha consistido?

Cuando llevaba ya unos meses publicando artículos en el blog, comencé a recibir comentarios, especialmente de amigos periodistas, que me decían que los textos tenían buen nivel y que eran graciosos. Eso de que la gente sonriera o riera al leerme me gustó muchísimo…

Entonces, alguien me sugirió que los pasara a papel, y yo me «lancé a la piscina» y publiqué aquel libro, Lavadora de textos, cuando el blog aún no tenía ni un año. Visto ahora, aquello fue una aventura divertida pero muy mal organizada. Para empezar, el número de artículos era muy pequeño —cincuenta—; además, el estilo ortotipográfico que empleé entonces (por ejemplo, comillas simples para usos metalingüísticos) ahora no me convence. Lo mejor de todo fue contar con la colaboración de Alberto Gómez Font para el prólogo y la posibilidad de promocionar un poco más mi servicio, que era, al fin y al cabo, la idea que me había llevado a publicarlo. O, mejor dicho, a autopublicarlo: yo puse de mi bolsillo desde el primer céntimo hasta el último.

Y este nuevo libro, que se titula La duda, el sentido común y otras herramientas para escribir bien, es lo que debió haber sido el primero, que fue como una experiencia piloto. En este hay artículos mucho más elaborados y, sin dejar de tener como referencia a los que yo llamo «guardianes de la lengua» (desde la Academia hasta Sousa, pasando por Moliner, Torrego, Álex Grijelmo, Seco, Rosenblat, Bello, Cuervo…), me permito la osadía de dar opiniones personales, muy posicionadas, sobre asuntos en los que la lengua no es matemática pura. En esos asuntos intento aportar elementos al debate lingüístico desde el sentido común, la tolerancia y el progresismo. Pero, en el fondo, ambas obras parten de la misma idea: son recopilaciones de artículos publicados en el blog, y, de hecho, el título de este último es el subtítulo del anterior. Sin embargo, este libro nuevo me parece más serio, mejor hecho, y el haber contado con la colaboración de Sousa, que escribió el prólogo, y del académico José Antonio Pascual, que presentó el libro en Madrid, para mí ha sido un honor.

Con Pascual en la presentación de La duda

Tu blog es muy activo y me consta que tiene muchos seguidores. ¿En qué te basas a la hora de escoger un tema para tus entradas?

Cuando comencé a escribir, en 2011, la mayoría de los asuntos que trataba eran dudas que me planteaban amigos, dudas que me surgían durante la corrección de un texto y cuestiones de esas que son el pan nuestro de cada día (en relación con, de arriba abajo, los verbos cesar y valorar…). Sin embargo, poco a poco y gracias a las redes sociales, fui entrando en discusiones maravillosas, como aquella en la que un tipo de la Península me dijo que los canarios empobrecíamos el idioma al no usar la forma vosotros, o aquella otra en la que una joven me tiró de las orejas por no haberle puesto tilde a un pronombre demostrativo… Claro, en situaciones como esas sale a relucir una mala leche extraordinaria que yo tengo reservada para ocasiones especiales y no me quedo con las ganas de contestar. Y mis respuestas siempre han sido a través del blog. Hasta me metí con Arturo Pérez-Reverte por su defensa de la tilde en el adverbio solo…, y sigo vivo.

«Si un corrector me pregunta acerca de si un blog sirve para captar clientes, mi respuesta es un sí categórico. Ahora bien, es también una responsabilidad».

En definitiva, si un corrector me pregunta si un blog sirve para captar clientes, mi respuesta es un categórico. Ahora bien, es también una responsabilidad: lo que tú escribas no solo tiene que estar bien escrito, sino que debe ser riguroso. Esto lo digo porque he leído algunos artículos de correctores en los que hacen afirmaciones que no son exactas y con las que demuestran que su lectura de las obras lingüísticas, tanto las normativas como otras, es más bien superficial.

Y no podemos olvidar el servicio Lingua: ¿con qué objetivos se plantea?, ¿cuánto tiempo lleva funcionando?

Lingua nació hace dos años, un día que yo montaba en bicicleta. Me llamó al móvil un amigo periodista para preguntarme si la palabra dosier se escribe con una o con dos eses. Y le respondí mientras montaba en bicicleta. Al terminar la llamada, me puse a pensar en la cantidad de personas que recurrían a mí a cualquier hora del día para resolver dudas de este tipo y me dije: «Si quieren que les resuelva una duda mientras monto en bici, que me paguen». Entonces ideé este sistema, que consiste básicamente en estar disponible doce horas al día, todos los días del año, para resolver dudas lingüísticas en un plazo no superior a quince minutos, ya esté montando en bici o durmiendo la siesta. Por tanto, Lingua soy yo con un teléfono, aunque Lavadora de textos, como servicio, lo integramos varias personas, que funcionamos mediante un sistema, digamos, de disponibilidad según la demanda.

¿Cómo das el salto a la radio?

Un día me llamó Kiko Barroso, de la radio pública canaria, para hacer una sección pequeñita en su programa Roscas y cotufas (por cierto, esas son las palabras que se usan, respectivamente, en Gran Canaria y Tenerife para referirse a las palomitas de maíz), y después esa sección se convirtió en un programa de media hora en la misma emisora. Una de las cosas que más me llaman la atención del espacio —que tiene el original nombre de Lavadora de textos— es que se escucha más en Hispanoamérica que en Canarias, o al menos las interacciones provienen mayoritariamente del otro lado del Atlántico.

¿Qué ha supuesto para ti ser socio de UniCo?, ¿qué crees que aporta el asociacionismo a nuestra profesión?

Para empezar, he de decir que yo fui socio de UniCo hasta 2014, si no recuerdo mal, y mi salida tuvo que ver con mi hipoteca: tenía que escoger entre pagar la cuota anual a la asociación o evitar el embargo por parte de mis queridos amigos los bancos. Y me quedé con lo segundo. Y si no he vuelto es por pereza, o, como decimos los canarios, por vagancia. Pero volveré; no se van a librar de mí tan fácilmente. Ya lo dije en una ocasión y lo repetiré aquí: para mí lo más fascinante de UniCo era el extraordinario caudal de sabiduría que corría por aquella asamblea virtual que era el grupo de Google. A veces, entraba y me quedaba pasmado viendo cómo alguien planteaba una duda y al momento había respuestas fundamentadísimas y comenzaban debates apasionantes. En aquel cónclave, mi ídolo era, sin lugar a dudas, Germán Molero.

Artículo publicado en el número 11 de Deleátur, la revista de los correctores de texto de UniCo. Consulta los números anteriores de Deleátur aquí.