Yónatan Melo Pereira, socio de UniCo, nos desvela el significado filológico e histórico de la llamada tipografía lapidaria «donde quienes nos hablan son, directamente, sin intermediarios textuales, copistas ni amanuenses, los habitantes de Roma» y «que todavía hoy podemos encontrar en monu­mentos tan importantes como la Columna de Trajano, el Panteón de Agripa o el Arco de Tito.»

Siempre se destaca de los romanos, aquel pueblo campesino y guerrero, y más tarde expansionista y colonizador —civilizador, en definitiva—, su pragmatismo. En los pasillos y aulas de la facul­tad, mientras estudiaba Filología Clásica, manejábamos siempre una anécdota no falta de cierta razón. A los que preferían el griego clásico les decíamos que nosotros, los latinistas, éramos bien diferentes: mientras ellos discutían sobre la esencia y los principios metafísicos de la idea de justicia, nosotros, los de alma latina, la aplicábamos, construíamos el derecho romano, redac­tábamos las leyes que habían de regir la vida pública y privada. Éramos, creíamos serlo, más prácticos. Más tarde aprendimos que el gran logro de Roma fue, sin duda, hacer suyo todo lo heredado del contacto con otros pueblos y cultu­ras, su gran capacidad de asimilación de lo exterior para explotarlo y elevarlo en su propia civilización.

La tipografía que encontramos en el sinfín de textos latinos que nos ha legado Roma y su cultura puede darnos buena cuenta de esta inculturación. El estudioso de la tipografía latina es capaz de localizar un texto, en el tiempo y en el espacio de la presencia romana en la historia, analizando la escritura latina. Dentro de este grupo destacan los epigrafistas, aquellos especialistas que no solo analizan filológicamente las inscripciones en soporte duro que nos ha legado Roma, sino que son capa­ces de estudiar las evoluciones tipográficas, las excepcio­nes, los casos especiales. Tomamos el pulso, por tanto, de la escritura latina en estas piedras —muchas de ellas son lápidas funerarias—, donde quienes nos hablan son, directamente, sin intermediarios textuales, copistas ni amanuenses, los habitantes de Roma.

Quizá la tipografía a la que estemos más habitua­dos, que hayamos contemplado en más ocasiones, sea la mayúscula cuadrada romana, también llamada lapida­ria cuando es monumental y, cuando es tipo manuscrito, quadrata. Utilizada en la antigua Roma, esta tipografía se utilizaba de forma diversa según el texto de que se tratase, ya fuera una producción literaria, una documen­tación administrativa o una correspondencia epistolar.

En la primera biblioteca pública romana, fundada en el año 39 a. C., se encontraban textos escritos en tipografía capital, es decir, en mayúscula. Posteriormente se intro­dujo la minúscula y aquí los especialistas no se ponen de acuerdo en señalar su ori­gen: unos dicen que por una cuestión estética; otros, que por la necesidad de una mayor velocidad en la eje­cución; otros señalan que el cambio se debe al reem­plazo de soporte escritural del rollo al códice y a la postura que utilizaba el copista, que llevó aparejada, pro­bablemente, una modificación sustancial en el trazado de las tipografías. En cualquier caso, nunca se «dilapidó» (permítaseme el juego de palabras) esta tipografía lapi­daria, que todavía hoy podemos encontrar en monu­mentos tan importantes como la Columna de Trajano, el Panteón de Agripa o el Arco de Tito.

Juzgue el lector su belleza y, si gusta, aprenda a trazarla con un stilus, con paciencia, como hacían los romanos; encontrará así un estilo diferente de escribir y, con suerte, tras pasar las páginas de este número de Deleátur*, a un corrector del mismo que vele por el buen uso del suyo.

* Artículo publicado originalmente en el número 10 de Deleátur, la revista de los correctores de texto de UniCo. Consulta los números anteriores de Deleátur aquí.

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