Este corrector dizque justiciero quiere hacer constar desde el frontispicio, como diría un orador de pueblo y más de oídas que de leídas, que no tiene ningún parentesco con quien pilota como se va viendo, y por lo que se lamenta, bien a su pesar, la muy lastrada nave de marca, ante todo marca, que quieren que sea España. Y lo dice porque puede dar la impresión de que anda adormeciéndose, indolente y ausente, por las esquinas —al menos no va enrabiándose por las mismas, y valga la tan tonta como ubicua excrecencia a la moda, para que se vea el horrible efecto—.

Pero es solo una impresión (y además el tal de la primera línea me consta que está dispuesto a conceder entrevistas y con cuantas más preguntas mejor…; el problema es que nadie parece interesado en pedírselas), y en todo caso consecuencia de haber nacido mandado, no sé si bien o mal, pero mandado y solo eso.

Y ahora ha venido alguien cuitado (1.ª acepción) y sin embargo no desalentado (he avisado que de la primera) a llamar a esta poco frecuentada puerta después de darse un garbeo por esos parajes intangibles que van siendo cada vez más inevitables en este mundo digitalizado. Este que suscribe ha sido más de afluir al espacio físico dedicado al libro en la Gran Vía madrileña, aunque hace tiempo que no se le ve la calva por allí, pues le va ganando el sedentarismo, y hasta osa —¡no solo va a salir el verbo en los crucigramas!— asomarse poco a poco a la virtualidad de la pantalla, que es lo que más desgasta sus ojos, con permiso de las pruebas de imprenta y los libros de evasión (que no lo son tanto a la postre). Y cuenta la inquieta airada que no andan muy finas las cosas por la web de la susodicha castiza librería; tanto que hasta se acuerda, espantada, de nuestro internacional pensador circunstancial, que estuvo en el origen de la editorial que acabó abriendo negocio librero en tan emblemático emplazamiento. Suspende puntos quien pretende amparo de este juntapalabras y le espolea, que falta le hace, para dejar a la imaginación de cada cual lo que le pasaría al filósofo republicano de la razón vital, el perspectivismo y las masas rebeladas si levantara la portentosa cabeza: yo me atrevo a aventurar que lo menos sería que se le desmandarían esos pelos, pocos pero compuestos con primor y bien situados, con los que aparece en uno de los retratos más conocidos. ¡Y a ver quién le reconocería al hombre sin sombrero y despeinado! (Aunque en estos tiempos debe de andar el ensayista bastante asendereado y me temo que por asuntos de más calado y peor arreglo, pues no en vano también salió de su pluma la España invertebrada, y no digo más).

La reclamante enumera «errores, deslices y dislates varios», y no hay más que echar un vistazo a lo que ha detectado y diagnosticado la parte no prescindible de este Jano de lápiz en ristre para comprobar que se ha quedado asaz corta. Se apunta la posibilidad de que buena parte de culpa se deba a algún apresurado traductor (ergo traditore) del catalán original, pero yo no diría tanto, no ya porque luego pasa lo que pasa con las etiquetas seudopolíticas (y ya tiene el MCJ bastante con el atuendo que ha de vestir y tocar), sino porque hay cosas en la infeliz página que nada tienen que ver con la lengua… y mucho con la mano.

Y otro rato se tratará de esa especie de patente de corso que parece tener todo esto de lo digital-virtual-electrónico-comunicativo, que pretende escudarse en la velocidad y la cercanía para incurrir en lo que no es ni más ni menos que relajación e incuria, que suena muy antiguo pero que nunca perderá vigencia. Seguro que habrá oportunidad, porque es lo que impera. Atentos, como remataría don Miguel Ángel Aguilar.

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